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La inevitable condena de sentir.


Hay personas que vienen a este mundo a compartir lo que sienten a través de una pluma, o diría hoy en día un teclado. La primera historia la escribí a los 8 años en una libreta de hojas amarillas que mi padre utilizaba para desarrollar el plan de productividad de la maquila en la que trabajaba 8 horas díarias más 4 extras que eran pagadas al doble, ya que de lo contrario el dinero no alcanzaba.

Entre las hojas amarillas, había números y figuras, en las cuales se describía el proceso de cosido de una bolsa Louis Vuitton, que era manufacturada por una trabajadora a la que se le pagaba en ese momento a 8 pesos el día, para después ser vendida en alguna boutique en los Estados Unidos. En medio de esa situación de la cual yo no era consciente, me abrí paso para contar mi historia y narrar una memoria contada por mis padres una y otra vez en reuniones familiares de la cual obviamente yo no tenía ningún tipo de recuerdo por haber sucedido en mi infancia.

A partir de ese momento, descubrí que leer y escribir era lo mío. Era el lugar donde podría fugarme de realidades y viajar a mundos antiguos. Robinson Crusoe fue mi primer libro bajo el brazo. El que llevaba a todas partes en lugar de canicas en los bolsillos.


Al pasar el tiempo me he dado cuenta que éste asunto de sentir cosas para después llevarlas al papel, es antes que nada una condena solitaria que necesita del silencio para existir. Para mí un poema, una prosa o un cuento, son antes que todo un invento, que necesita de un pobre diablo que se deja manipular en ideas para después de haberlas sufrido, quedarse vacío, observando letra a letra una imagen tan efímera y distante, que se vuelve tan extraña como el rostro de algún desconocido. 

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